Sobre mí

jueves, 27 de diciembre de 2018

Lujuria, educación y la ignorancia del origen

Me pregunto por qué en nuestros tiempos nos olvidamos de los problemas fundamentales, de las causas profundas de nuestros actos. Quizá no las entendemos, o no son objeto de análisis científico, pero eso no quiere decir que no existan. 
Una joven es asesinada y violada por un hombre en Huelva y nos preguntamos qué ha fallado en el sistema. Nos volvemos a sorprender que las leyes no funcionen. Las fuerzas que empujan a un monstruo a hacer una salvajada no se detienen con una ley ni con dos, ni siquiera con la mejor ley contra la violencia.
¿Quién ha visto a una hiena que no coma carroña? Afortunadamente, al contrario que a las hienas, a los seres humanos se nos puede educar. El problema de la educación (siempre la educación, a la que todos los gobiernos quieren meter mano) no se encuentra en los contenidos de las asignaturas, si siquiera en los más altos valores. Saber valores no nos hace buenos. No somos Sócrates, no hacemos el bien porque sepamos qué es lo que es bueno. Aristóteles tenía razón, las virtudes (que son el camino de la excelencia en el comportamiento), son hábitos operativos. No hay que pensarlas: hay que trabajarlas. No sirve solo con saber para qué sirven y qué es lo que de bueno hay que hacer. Uno se hace estudioso estudiando, uno se hace valiente con acciones valerosas, etc. 
Así que, ¿cómo evitamos que una persona se convierta en un depredador sexual? ¿Atiborrándolo de valores sublimes y palabras bonitas? Ni por asomo. Se consigue con la adquisición de hábitos de conducta y con la corrección (y, si es necesario, castigo) de un educador que le lleve por el buen camino, hasta la interiorización del comportamiento y la automotivación. Cuando se adquiere la virtud, viene también el bien asociado a esa virtud. El valiente descubre el bien de la valentía en el ejercicio del valor, el diligente el bien del trabajo en el ejercicio del trabajo, el estudioso el bien del estudio mientras estudia, hasta el punto que lo que al principio de la educación se aborrecía, con el tiempo puede llegar incluso a gustar y apetecer. Es que hay gente a la que le gusta estudiar. (Hasta ahí podíamos llegar).
En mayor o menor medida, todos llevamos dentro un oscuro pasajero, pero para mantenerlo a raya hay que esforzarse, forjar virtudes, no solo consumir valores. 
Y las leyes (que me perdonen), si no hay una educación de este tipo, sirven para poco.
El cristianismo ha tenido siempre muy clara esta idea: hay 7 pecados capitales que, si no los controlamos o formamos hábitos que los contrarresten, nos van a llevar por la calle de la amargura a nosotros y a los que nos rodean. La soberbia, la avaricia, la ira, la gula, la envidia, la pereza. Son tendencias que llevamos en nuestro interior que, fuera de control, destrozan vidas. 
Y el séptimo es la lujuria. La lujuria es la tendencia instintiva a la búsqueda desordenada del placer sexual. La tenemos dentro y el que no la sienta que levante la mano. Por eso, no basta con saber que hay que respetar a las mujeres (VALOR), hay que trabajar los comportamientos y las actitudes (VIRTUD) de respeto, de amor genuino, de encauzamiento de la energía sexual bajo la recta razón y, por qué no, bajo la ley divina, o bajo el principio kantiano que dice que el ser humano nunca debe ser considerado como medio sino siempre como un fin. 
Trabajo, esfuerzo, dedicación, disciplina, guía externa de alguien más sabio... ¡Qué lindezas! Alguien me podría decir en qué siglo vivo. Pues en uno en el que mueren mujeres a manos de monstruos.

jueves, 13 de diciembre de 2018

¿Quién es el producto?

Me estaba preguntando si somos consumidores juiciosos de la televisión, porque si somos sus clientes, deberíamos exigir... Pero espera, ¡que no somos los clientes! 
El cliente paga por un producto. Nosotros consumimos sin pagar. Eso me hace sospechar que... ¡Ah! ¡El producto somos nosotros! Os hago un esquema:
Tele: proveedor.
Agencia de Publicidad: cliente.
Televidente: producto.
¿Eso quiere decir que los programas de la televisión no están hechos para el bien del consumidor? ¡Ay, qué disgusto me acabo de llevar! Porque eso quiere decir que yo no soy el producto por lo que soy, sino porque pertenezco a un número, un número que en su aglomeración se considera suficiente para ser vendido a una agencia publicitaria
Un programa se diseña en previsión de tener muchos televidentes y se mantiene en antena en la medida en que guarda para sí un buen número de fieles que sintonizan el canal a la hora adecuada.
¡Qué majos! Me ofrecen como producto, pero para que no lo pase muy mal, me entretienen con sus programas.
Todo esto me ha llevado a pensar algo verdaderamente sublime: para los índices de audiencia somos todos iguales; hasta Rufián y Casado quedan igualados delante de la tele. Somos un número para poner en un informe para vender el producto televisivo a las agencias publicitarias ansiosas por colocar sus ingeniosos anuncios. Más ojos, más impactos y más gente comprando en los centros comerciales; así que más lucro para la empresa televisiva, la publicitaria y la publicitada y más hastiados nosotros con tanto producto semiinútil adquirido en los susodichos centros comerciales que abarrotan nuestros muy espaciosos pisos de ciudad superpoblada.
¡Qué maravillosa y paradójica epopeya social en que los agentes del capital nos igualan a todos cual marxistas revolucionarios! "¡Uníos, televidentes!" "Pero sí ya nos han unido", contestaríamos nosotros, "sin nuestro permiso, claro, y en la aurea mediocritas de la despersonalización" (¿Es que se puede encontrar algo más tierno y más progre en nuestra sociedad? O tempora! O mores!, diría Cicerón, o Quo usque tandem abutere; depende.
Sí, sí, Neil Postman, entretenidos hasta morir.


Que vuelven los estoicos

Zenón de Citio (334-262 aC) ¡Vaya por Dios! Se ha puesto de moda la filosofía estoica . Ahora parece que la venden como si fuera una versión...