No todos lo
dramaturgos griegos y romanos eran tan buenos como Sófocles o Plauto. Algunos necesitaban un curioso recurso, muy socorrido y piadoso, para hacer que
la trama de sus obras concluyera. Consistía en la aparición de un dios que imponía
orden y concierto. Así, se acababa de forma fácil lo que tenía visos de ser una
representación inacabable a corto o mediano plazo. Esta divinidad aparecía en
escena traída por una especie de grúa, que la colocaba en medio del escenario.
Una vez bien allí, hablaba y ponía a cada uno en sus sitio. Se le llamaba
Deus ex machina, es decir, un dios que viene con un aparato
mecánico.
Días atrás dijimos
que Descartes (1596-1650) había dudado tanto de sus sentidos y de su inteligencia que no
podía aceptar la existencia del mundo. Pero, después de “pensar y, por tanto,
existir” (pero existir él solo, porque solo se percibe a sí mismo como pensante),
trae “a escena” una especie de teatrero Deus ex machina que le saque del
embrollo en el que se ha metido. Dice: “Tengo unas ideas muy claras y distintas
del mundo. Si es así, es porque Dios las ha puesto en mí. Y Dios no puede
engañarme, porque es infinitamente bueno”. ¡Madre mía, Descartes! ¡En qué líos
te metes tú solo!
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