Sentadito
junto a una estufa y bien tapado por una manta, René Descartes (1596-1650) meditaba
su método. De esos momentos entrañables nace su "pienso, luego
existo", frase archifamosa y que cualquiera es capaz de repetir en las más
variopintas situaciones.
En
su inactiva comodidad decide: voy a considerar falso todo aquello de lo que
puedo dudar. Así me quedaré solo con aquello que sea tan cierto que sea
imposible dudar.
Haciendo
circular a chorros los impulsos eléctricos entre sus neuronas, se autoconvence
de que los sentidos le engañan, y de que su inteligencia también le engaña. Es
decir, según su método, debe considerar falso todo lo que capta por los
sentidos y todo lo que pasa por su inteligencia.
Pero,
el muy avispado se da cuenta de que ¡está pensando! y de eso no tiene duda alguna. Y si piensa, entonces
quiere decir que existe; no como el resto de cosas, de las cuales duda. Así, el
amigo Descartes llega a la primera certeza indiscutible: la propia existencia,
gracias a la evidencia del pensamiento.
Si
este campeón de las ideas ha llegado a esa magistral conclusión, nadie le
quitará el mérito. El mayor problema lo tiene a partir de ese momento. Ha dicho
que no se puede fiar de los sentidos. Por tanto, ¿cómo sabe que el mundo que le
rodea, está realmente ahí a su alrededor? Parecerá una estupidez, pero él mismo
se ha impuesto el método. Si dice que ha dudado de lo que capta a través de los
sentidos, tiene que ser coherente y debe considerar que el mundo que capta por
los sentidos es falso. Así que se encuentra con la paradójica tarea de
"recuperar" el mundo. ¿Cómo lo hace? Bueno, esa es harina de otro
costal.
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